miércoles, 25 de febrero de 2015

Nunca te duermas enfadado

Posiblemente sea uno de los mejores consejos que me hayan dado. Reconozco que no lo cumplo siempre, y reconozco también que cuando no lo hago, me siento mal. Me acuerdo de ella. La recuerdo.

La conocí por casualidad. Como casi todas las cosas importantes que ocurren en la vida. Llegó como una amiga y se quedó. Se quedó al menos dentro de mis pensamientos, a pesar de las pocas veces que coincidimos. Bastaron tres viajes: Madrid (la parada de todos su viajes de cuento), Santander (donde descubrí un lugar que podría ser el plató de una película romántica: La Maruca), Lugo (donde fue una de las invitadas estrella de “la boda”).

Paseé a su lado, la escuché, y sobre todo, me reí con ella. Me reí porque sus palabras tenían gracia, y me sonreí porque sus palabras tenían experiencia, y ganas de compartir. Porque desde el primer momento en que nos conocimos y nos dimos dos besos, me hizo sentir que formábamos parte de la misma vida.

Y es verdad. Todos formamos parte de la misma vida, aunque tratemos de ser cada uno tan auténtico.

Hace poco me enteré de que ese consejo, el que yo creía que era mi consejo y que me encargué de propagar haciéndome la interesante, soltando aquello de “tengo una amiga que me dijo una vez…” resulta que aquel consejo no era exclusivo.

No era solo mío. No era solo para mí y no significaba que Carmen hubiera visto delante de ella a una pareja con mucho carácter. Era su consejo. El consejo que repartía a todas aquellas parejas que la rodeaban y que ella sentía parte de su vida.

En contra de sentirme una más, me sentí muy especial. Carmen me había sentido suya. Así que las dos habíamos sentido lo mismo.

Reconozco que pensé que ella lo tenía muy fácil: no me imagino que alguien pueda dormir enfadado al lado de Emilio.

Y es ahora, cuando el refrán cobra más sentido que nunca- uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde- cuando me doy cuenta de que debimos hacerle más caso, cuando pienso que nunca me voy a volver a dormir enfadada, cuando creo que es el mejor de los homenajes.


martes, 16 de septiembre de 2014

Del tobogán y otras batallas...

Los parques infantiles. Esos lugares. Los hay metidos en la ciudad, tan metidos que cuando no tienes hijos ni reparas que hay un cuadrado rodeado de vallas de colores que incluye dentro, a saber: tobogán, red para trepar y balancín para dos niños. Suelo, de goma, de ese de ahora moderno, a prueba de golpes.

El suelo previene de golpes, eso es verdad. Los he visto caerse de todas las edades y desde todas las alturas, y nunca ha pasado nada grave. Pero es que el suelo no lo es todo. Teniendo en cuenta que estos parques tienen unas edades límite que no se cumplen…primer problema. Niños preadolescente corriendo detrás de una pelota enfrentados a pequeños de un año que empiezan a caminar. La guerra.

Uno percibe que es la guerra cuando ve la trinchera. La trinchera es un banco, que está justo en medio del cuadrado, sobre un espacio de suelo que no está dulcificado. Allí están ellos: los padres. Padres y madres y abuelos y abuelas y niñeras. De todas las edades, que para esto no hay límites, y si los hubiera tampoco se cumplirían.

Existen dos clasificaciones: la de los progenitores y la de los infantes. Porque vayas cuando vayas, sea el día que sea y la hora que sea…siempre hay uno de cada.

Podría hacer la clasificación de los niños, pero es complejo porque entran edades, personalidades aún sin formar y distintos elementos…como por ejemplo, quiénes son sus acompañantes en el parque.
Por eso, hablemos solamente de los padres. Los primeros a los que se ve cuando uno de acerca a la trinchera es a los de la pandilla. Cuchipandi, chupipandi o tertulia de sabios, llámese como quiera. Esta es la típica reunión de padres de niños, que o bien se conocen de las guarderías (no soy tan mamá moderna para llamarle escuela infantil) y colegios. Otros se conocen simplemente de verse cada tarde en el mismo parque. Pero han hecho piña. Se supone que unos vigilan a los hijos de los otros y que así todo está más controlado. La realidad es que aquello se suele convertir en una conversación sin fin (que da igual el día que vayas y a la hora que vayas, siempre está en el mismo punto) que incluye siempre coletillas del tipo: “pues el mío..”, “pues a esa edad el mío ya…”, “ten cuidado si te hace eso porque una vez leí que…” etcétera. Y la realidad también es que los hijos de los tertulianos suelen ser los que siempre se meten en algún lío porque los padres, a base de tanto reflexionar sobre la maternidad, paternidad y derivados, se han olvidado de echar un ojo a sus polluelos.

Este grupo de padres no son de fácil acceso. No puedes convertirte en uno de ellos hasta que pasa una buena temporada, has podido hacer algún comentario en la conversación y les has parecido una buena colaboradora. Sobra decir que estoy fuera.

Otra agrupación es la de las niñeras. Es menos frecuente, porque a ellas les gusta ir por libre, pero en ocasiones se reúnen varias para hablar con bastante cariño siempre de los niños de los que se ocupan. Las veo por lo general atentas y contentas. Incluso orgullosas de sus pequeños que casi siempre tienen rasgos físicos absolutamente opuestos a ellas. ¿Será requisito para contratar?

Las niñeras que van por libre suelen interactuar con las madres sueltas. Las madres sueltas son esas que no entran dentro de la tertulia de sabios. Que van al parque con su retoño, le ayudan a subir al balancín y se plantan o en una esquina del parque mirando el whatsapp o perennes al lado del pequeño en cuestión en clara alusión al término que aprendí en la SER: madre helicóptero.

Los padres sueltos también existen. Suelen ser papás de hoy, entusiastas con sus pequeños, los lanzan al vuelo entre sus brazos y los animan a trepar más alto por la red. Los besan. Los adoran y los muestran a los demás. Cuando no hablan de mamá son separados, y cuando miran con frecuencia el móvil y el reloj, están esperándola o temiendo llegar tarde a casa, aunque vuelvan del parque. A las madres sueltas no se las distingue: pueden ser o no familia monoparental, nunca se sabe.

Pocos casos se dan de acercamiento entre padre suelto y madre suelta. Se hablan, hablan de sus niños, pero no intercambian miradas. La mirada fija en el tobogán. Eso es así.

Los clásicos también existen. Llevan camisa y mocasines. Ellas vestido recto. Es una frivolidad y un prejuicio pero es. Vienen de trabajar y van al parque. Suelen buscar una terraza aledaña para tomar algo mientras los peques están en el parque y entre ellos, si es que van juntos padres y madre, suelen estar enfadados.

Enfados también hay muchos en los parques. Entre padre y madre. Entre madres y padres de niños distintos no suele haber mucho lío. Hay como una especie de ley no escrita: tu niño le pega al mío, o lo empuja, pero somos razonables los adultos y sabemos que son cosas de críos. También se comparten mucho los juguetes. Eso sí, cuando se va el dueño de Pocoyó, la madre reclama al muñeco azul como si fuera otro hijo suyo.

Luego están los abuelos. Esos héroes que siguen corriendo tras unos nietos que les sacan ventaja física pero casi nunca educacional. Algunos, hastiados, se sientan en la trinchera, en una esquina que les permite la tertulia. No participan. Se abstraen mirando a su nieto o a otros niños. Preguntan siempre la edad del tuyo. Y creen que nunca meriendan demasiado.

Luego está el padre nacido en los 70 que considera que los parques son un lugar peligrosísimo a pesar de que en el que jugaba él de pequeño el tétanos era lo mínimo que podía contraer un menor…

Pero esa es otra historia…

martes, 6 de agosto de 2013

Una historia de amor en la consulta de Hematología

Había una vez una chica que llevaba una vida normal para su edad: familia, estudios, amigos…hasta que un día su vida se dirigió al borde de un acantilado. Si daba unos cuantos pasos no pasaría nada pero si se mantenía quieta, sin moverse, corría el riesgo de caer pendiente abajo hasta el precipicio.

Tan inesperado fue casi no sabía de lo que le hablaban…un dolor, malestar, un cansancio raro y unas pruebas. Todo eso dio lugar a una enfermedad que no sabía ni que podía existir en un cuerpo de 19 años. Y entonces, en ese preciso instante, apareció él: hombre alto, apuesto, elegante. Serio, con una media sonrisa bajo un espeso bigote que obligaba a quien tuviera delante a quererlo casi desde el comienzo de la conversación. Desde ese momento se convirtió en guía, tranquilidad y realidad de esa muchachita menuda. Era el doctor González. No le daba vueltas a las cosas, era directo y aunque tremendamente científico, con una capacidad asombrosa para explicar el mundo de las células como nunca antes había escuchado ella…Poco a poco comenzó a comprenderlo todo, gracias a él. Básicamente salió de aquel despacho, de aquella consulta, sabiendo que por delante tenía un año complicado pero lo complicado sería no hacer nada, porque podía ser el fin de todo. Así se lo hizo saber aquel hombre que hasta ese momento, no era nadie en su vida.

Comprendió que se llevarían bien en el momento en que ella le preguntó el nombre exacto de su enfermedad y él se la apuntó en un papel a mano, con boli, con una letra maravillosamente legible para llevar una bata blanca y mientras escribía, le dijo entre dientes: ni se te ocurra meterte en Internet. Ella sonrío haciendo ver que la habían pillado. Y claro, se metió en Internet. Y en la consulta siguiente tenía un ejército de preguntas que disparar contra González (ya le había pasado a llamar así, sin el doctor delante, como queriendo obviar qué les había llevado allí). Y él, paciente en lugar de médico, la sentó en una silla, la miró a los ojos y le explicó exactamente cada uno de los pasos que iban a dar juntos, si ella quería. Ella aceptó, segura de que aquel hombre que tenía delante iba a hacer que todas sus células malignas se fueran de su cuerpo de chavalita que tenía mucho que vivir.

Y así fue, y en todo el proceso, el camino que recorrieron juntos, no tuvo ni una sola duda de que él estaba haciendo todo lo que tenía que hacer, de que él iba a poner la Medicina en sus manos para que se cumpliera aquel 99.9% de curación que él le dijo la primera vez que se vieron. Y el camino, se lo aseguro, no fue fácil. Pero no estamos aquí para hablar de eso, no hablemos del camino, sino del guía. El que hizo que esa tremenda cuesta arriba no lo fuera tanto, el que aseguró que la vida era lo primero y que la Medicina estaba al alcance de aquella joven, y el que cuidó, mimó y atendió incluso hasta en su teléfono particular a aquella chica que, incluso sin pelo, estaba guapa, en palabras de él.

Tanto fue así, que pasado aquel fatídico año y cuando él, respirando alto y aliviado, le dijo las tres palabras mágicas: “tienes el alta”, ella lo siguió queriendo y decidió que era a él a quien quería ver primero cada seis meses, luego cada año…cada verano tenían una cita que a ella no le hacía mucha ilusión, porque le recordaba aquella historia pasada pero él siempre estaba allí para sacarle una sonrisa, para recordarle que todo había pasado y para emocionarla diciéndole lo bien que lo había hecho.

Y así siguieron muchos años, hasta que en una de esas consultas ella le hizo una pregunta, y tembló mientras recibía la respuesta, y lloró al salir. Sí, le dijo González: tienes las mismas posibilidades que cualquier chica de tu edad, asumes solo algún riesgo más. Y prácticamente nueve meses después llegó un bebé precioso, y sanísimo.

Él lo supo, y la noticia le causó alegría, pero la ilusión de ella era que se conocieran. Iba a ser este año, en su cita anual, pero las paradojas de la vida y de la muerte, hicieron que él tuviera que luchar mano a mano con quién más conocía: esa enfermedad otra vez. No perdió la batalla, porque los hombres así nunca pierden.

Él combatió tantas veces que lleva en su marcador más partidos ganados que perdidos, y el de la joven es uno de ellos. Su historia de amor médico-paciente no se ha terminado aunque él no esté porque ella, hace ya diez años, decidió que lo iba a amar para siempre.

Descanse en paz, doctor González.



lunes, 15 de julio de 2013

Amor a Lugo y amor lucense

Las sensaciones son de lo más variado cuando uno regresa al lugar donde nació. Pese a que el maestro Sabina dice que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, a mí me encanta regresar.

Eso sí, debo reconocer que esa sensación de esta es mi tierra, estos son mis orígenes no existe en mí. Para mí Lugo significa demasiadas cosas como pararme a pensar en que es mi matriz. Lugo son las calles donde corrí, donde reí, donde lloré…las casas, todas las casas en las que disfruté de comida y conversación a partes iguales. Lugo es mi infancia y mis amagos de suicidio en patines por Germán Alonso mientras mi abuela gritaba detrás (el tío Manolo tiene la culpa). Lugo es mi madre y sus carreras eternas Dieciocho de Julio arriba, Dieciocho de Julio abajo para que nunca estuviera sola. Lugo son también mis meriendas en Petit haciéndome la hermana mayor.  Lugo es Alberto y es a las dos me paso por Chuché.

Pero desde hace unos años…no diré cuántos…Lugo es una mañana con un croissant y una perrita saludando desde el periódico, Lugo es ese lugar donde (ya lo sabía yo) apareció él. Nos conocíamos desde hace años, pero ese día, esa noche, era nuestro día. Siempre me había resultado curioso ese chico rizado de grandes brazadas y voz grave. Curioso sí, pero de ahí a pensar en formar una familia con él…pues no, eso sí que no. Pero…tenía que ser de Lugo. Tenía que aumentar mis sensaciones al pasar por delante de Franciscanos. Doce años allí dentro para terminar casándome con el hijo de mi profesora de párvulos, con el que, por cierto, no coincidí en el colegio. Tiene más sentido así: son recuerdos sumados a recuerdos. Es Lugo sobre Lugo, en estado puro.


Ahora Lugo es un lugar de vacaciones, de fines de semana interminables y agotadores entre casas y comidas…y de amor. Amor por parte de todas esas casas, amor por parte de todas esas vidas cruzadas y amor por parte de cada rincón que me recuerda que allí nací, allí crecí y allí encontré al compañero de mi vida. Amor por parte del amor que pasea incansable cada rincón de la ciudad empeñado en que ese pequeño ser que hemos creado (y que me pregunto cada día dónde ha estado todos estos años) sepa de dónde son sus papás. 

lunes, 26 de marzo de 2012

Otro tipo de prostitución

Vaya por delante mi profundo respeto y admiración hacia las prostitutas, pero a las de verdad, a las que se dejan la piel (literalmente) en su profesión (que lo es).

Pero de un tiempo a esta parte observo que existe un nuevo modelo, digamos un nuevo estilo de vida, que yo creía abandonado, agotado de tanto usarlo, en generaciones anteriores, pero que he redescubierto en jóvenes.

Jóvenes o medianos, que diría mi hermana, en un rango de treinta y largos a cuarenta y largos años. Ellos están casados con ellas y ellas con ellos desde hace diez, doce o catorce años, tienen uno o dos hijos en común y por lo que observo, no se plantean si son felices o no con su vida.

Ellos llevan casi siempre camisa y corbata y tienen algún puesto no importante[1], pero que a ellas les sirve para hablar de ellos con importancia de tipo: es gestor o trabaja en una oficina. Ellas tienen trabajo, normalmente en el que no llevan traje, pero que les sirve para autodenominarse mujeres de hoy en día que trabajan fuera y dentro de casa, cuidan a sus hijos y aguantan a sus maridos. Superwoman. Ellas suelen tener unos sueldos que complementan a los de sus maridos, inferiores a los de ellos y que en ningún caso, les servirían para llevar el nivel de vida que han alcanzado.

Y es que tanto ellos como ellas como sus retoños visten de marca, se van varias veces al año de vacaciones y comen y cenan en buenos restaurantes. Los hay que incluso envían a sus hijos a colegios privados.

Eso sí, en esos restaurantes o cafeterías a los que van con sus amigos, se sientan las mujeres por un lado y los hombres por otro. Ellas hablan de lo mal que combinan ellos los gallumbos (si lo dice Nancho Novo, yo también) con la camisa si ellas no se lo dejan preparado y ellos beben unos cuantos cubatas mientras babean hacia la camarera de turno y los hijos de todos juegan en otra mesa o fuera de la cafetería. Es un sábado cualquiera.

No les verás acercarse, besarse, dedicarse una palabra de amor o cogerse por la cintura. Los distinguirás por sus marcas de ropa a la vista y por algún que otro debate entre mujeres y hombres en plan Venus y Marte.

A veces, ellos necesitan irse en grupo, solos, a disfrutar de esa vida que, o bien no vivieron en su momento, o bien echan de menos aunque no se lo hayan planteado nunca. Quieren beber, ligar, y olvidarse de que tienen mujeres, hijos y trabajos no vocacionales de lunes a viernes. Y lo hacen. A cambio, ellas solo necesitan dos cosas: un centro comercial y una tarjeta de crédito. Y si las amigas están con ellas, mejor.

¿Que ellos llegan tarde, alcoholizados y sobre ellas planea la duda de una infidelidad? No importa. Ellas tienen alguna nueva prenda de ropa y un marido que el lunes, llevará camisa y zapatos brillantes. Cuando un servicio tiene a cambio una recompensa económica, se llama sueldo. Cuando el que te lo da no es tu jefe, sino tu marido, me remito al título de este artículo: hablamos de otro tipo de prostitución.

Eso sí, ellas tienen la suerte, frente a las prostitutas profesionales, de evitarse la parte sexual: la mayoría de estos matrimonios reconoce que el sexo ha dejado de ser algo habitual entre ellos. Es algo a cambio de algo: ventajas económicas y lo que ellas entienden por posición social a cambio de un matrimonio sin amor y con frecuentes faltas de respeto. Supongo que ellos obtienen sólo la parte social: el decir en la oficina “soy un hombre serio, casado y con hijos”.

Los he visto en ciudades pequeñas, ciudades grandes, capitales y pueblos, y algunos incluso nombrados en tramas de corrupción de esas que están tan de moda ahora. Algunos, por mantener esa posición que ellos consideran alta, como sus sueldos no alcanzaban, incluso se han manchado las manos.

Otros, por esa regresión exagerada a la juventud, se han visto envueltos en tramas de droga y orgías.

Pero ellas siguen firmando documentos y siguen apoyándolos, a los que han caído los visitan en la cárcel, ataviadas con bailarinas de firma. La palabra divorcio, aquí, no existe.



[1] Entiéndase la ironía de esta hija de peluquera y camarero

domingo, 29 de enero de 2012

Somebody forget his Ray-Ban sunglasses?


Me encanta Jack Nicholson en Mejor Imposible, es más, me encantan sus gafas. Y me divierten y preocupan, a partes iguales, sus trastornos obsesivos.

Ahora bien, no recuerdo haber visto en la película que el protagonista sufriera del siguiente trastorno: da igual el clima, si te pones las Wayfarer ya no te las puedes quitar.

No lo recordáis tampoco, ¿verdad? No estaba en el restaurante con las gafas, ni en casa, ni tan siquiera en el portal.

Pues debe venir este nuevo TOC en la funda de algunas Ray-Ban. Porque no es la primera vez, ni será la última, que veo a personas, chicos y chicas, absolutamente pegados a sus gafas de sol.

Las llevan incrustadas, no se las pueden quitar. Da igual que esté nublado, que empiece a llover o que estén dentro de una cafetería. Por no hablar del aeropuerto o de las estaciones del AVE. Ahí ya las luces de neón deben ser peores que el rayo de sol más nocivo.

Seguro que vosotros también los habéis visto: oscuros, escondidos bajo sus gafas de sol, pegados a ellas. Pueden pedir una Coca-cola con ellas puestas, pueden ir por la calle jugándose la vida en un día oscuro, e incluso pueden tratar de mirarse en el espejo del portal, aún no sé muy bien cómo.

O el mundo está lleno de fotofóbicos y yo no lo sabía, o tienen un TOC llamado Ray-Ban, o son una nueva raza, con una visión más poderosa que la nuestra. Alguna de estas tres opciones debe ser.

Si no, ¿por qué?, ¿por qué las gafas de sol pegadas?, ¿por qué hacen como que no las llevan?, ¿por qué muchas de ellas son de la marca que llevaba Nicholson?

Es cierto que las gafas de hoy en día son un complemento más de moda, pero para eso también están las gafas “de ver”, que hay quien lleva sin tener ni una dioptría, pero lo de las de sol me parece más grave porque limita la comunicación.

El no poder mirar a los ojos de tu interlocutor es restar vías de expresión. Hay personas que, a pleno sol, se retiran las gafas para saludar, para mostrar sus ojos, para ver y dejarse ver.

Pero hablo hoy de sus contrarios, de los “érase una vez unas gafas de sol a un hombre pegadas”. A mí me parece que debe ser incomodísimo.

Vi a dos chicos en una cafetería. Los dos, Wayfarer pegadas. Hablaban sólo entre ellos, gafa con gafa, él con un flequillo que le caía por encima de uno de los cristales, así que ya la reducción de la visión era increíble. Charlaban animados. Los observé sin bajar la mirada. Con mis gafas, de ver.

De pronto, ¡oh! Un nuevo chico. ¡Oh! Sin gafas. La saluda a ella. Cafetería sin cristalera, luz artificial, siete de la tarde. Enero en Madrid. La miro, le dice hola, mueve un brazo. Y pienso que ahora sí, ahora se quitará las gafas. Para mi sorpresa, con ese brazo se atusa la melena (tonteo a la vista con un singafas) pero no se quita sus lentes.

Definitivamente, es un TOC. Si se quitase las gafas, podría ocurrir cualquier cosa. Incluso que la chalada que escribe sola en una mesa se ponga en pie y aplauda.

domingo, 15 de enero de 2012

Fuera de juego

Tengo la sensación últimamente de que la prima de riesgo es como el fuera de juego: por más que me la expliquen, sigo sin tenerlo del todo claro.

Escucho desde hace un tiempo la palabra tecnócrata. Se refiere a la persona que ocupa un cargo público prácticamente porque tiene conocimientos técnicos. En casi todos los casos se refieren a políticos, pero parece que esta definición se puede aplicar ahora a todos los que hablan o escriben en los medios de comunicación sobre asuntos como la prima de la que les hablaba.

Llevo tiempo pensando que algo falla. No puede ser que un periódico o una radio comuniquen más noticias que no se comprenden que noticias fáciles de entender. Pensaba que lo que habían explicado en la facultad servía de algo. Aquello de “las bases del estilo periodístico son: claridad, sencillez y precisión”. Ni una.

Creía que la función del periodista es hacer llegar al resto de ciudadanos lo que ocurre en el mundo, bien contado y sobre todo, bien explicado.

Y sin embargo, últimamente observo que para entender gran parte de las noticias (radio y prensa, dejemos aparte la televisión) tendría que haber estudiado Económicas. Y no me considero una ignorante, pero leo y escucho noticias demasiado complicadas.

Siempre me desagradaron las élites, en todos los sentidos, y más cuando se trata de una profesión como la nuestra que, además de todo, tiene una responsabilidad social. Si cumplimos esta responsabilidad, no tenemos que hablar y escribir para las élites, para los economistas o directivos varios, sino para los ciudadanos, para todos, porque el Euribor y el tipo de interés posiblemente afecten más al camarero que me acaba de poner el café (buenísimo, por cierto) que al director financiero de una gran empresa.

Pero este tema no pretendo abordarlo como lección de periodismo (sería demasiado valiente y pretencioso por mi parte), sino como una ciudadana de a pie a la que le gustaría entender de un modo más rápido lo que pasa en el mundo, lo que lee y lo que escucha. Quisiera poder comprender hasta las noticias más elaboradas.

Y para ello, no creo que sea necesario bajar el nivel, porque se puede explicar un tema correctamente ofreciéndolo bien escrito o narrado, con las palabras adecuadas, pero asequible para todas las mentes.

Las tertulias y los debates políticos, los artículos…deberían poner ejemplos, tener una introducción explicativa, no entrar bruscamente en esos temas y con esos términos que tanto cuesta comprender. Deberían tener en cuenta que vivimos en la sociedad de la prisa y que nadie dispone del tiempo suficiente como para coger una enciclopedia mientras escucha la radio o lee un editorial.

Las noticias las protagonizamos todos, afectan a todos, por tanto, todos debemos poder comprenderlos.

Llevaba tiempo dándole vueltas a este asunto, pensando si estaría en lo correcto hasta que la fortuna de trabajar entre grandes profesionales me tocó con su varita.

Manuel Esteban, Manolete, se acercó a nuestra mesa haciendo esta misma reflexión. Y entonces lo vi claro: Manolete me explica el fuera de juego y lo entiendo perfectamente, pero lo hace, no pasa de puntillas, así que alguien debería pararse a tratar de explicarme la prima de riesgo.

Porque entre contar un cuento y dar una clase magistral existe el color gris.