martes, 22 de diciembre de 2009

CANCELADO

Hace poco, muy poco, conté que no me gustan las estaciones ni los aeropuertos. Por no gustarme, ni las quería comprar cuando jugaba al Monopoly.
El caso es que hoy media España ha amanecido, o anochecido, nevada. Nieve para recordarnos que es Blanca Navidad. Genial. Me encanta la nieve, es preciosa, mullida, blanca, y lo más parecido a las nubes que se puede tocar y no mancha como el algodón de azúcar.
Y todo esto pensaba en el coche caminito al aeropuerto más cercano a mi hogar, dulce hogar, a cien kilómetros. Llegamos a tiempo gracias, como siempre, a mi madre. Entramos en ese aeropuerto gris y horroroso y en uno de los carteles de letras amarillo-naranjas leo que todos los vuelos están retrasados. Delayed.
Digo "oohh", pero entonces, miro de nuevo el cartel. Y en una esquinita veo un vuelecito tristito, solito, que pone cancelado y digo "nooo" y mi madre dice "siiiii"...Primera vez que me pasa. Va a ser verdad eso que se dice que hay una primera vez para todo.
Un pequeño ser vestido de azul con colgantes varios al cuello que indican que no es un pitufo sino un empleado de la compañía aérea informa: "O les devolvemos el dinero o cogen un vuelo mañana". Pero ya no era ayer, sino mañana (Sabina dixit), así que de nuevo un viaje de una hora en coche. De vuelta. Mamá al lado. Mamá siempre está al lado. Suerte la mía, al menos tengo una hora más con ella.
Y entonces, comienzo el repertorio de llamadas de mírame ahí ese autobús, no sé si llegaré para cogerlo, no me puedes llevar en coche porque está cortada la carretera, nieve, cadenas...Hablé con tres personas, dos contestadores de la DGT y un pelocho que se llamaba Antonio. Genial.
Escribo esto y suena de fondo "aviones a punto de salir", muy gracioso mi repertorio aleatorio de mi ipod, y muy graciosos los pereza.
Camino de Lugo mirando el reloj para llegar a tiempo a la estación de autobuses. Del aeropuerto a la estación y doble despedida. Día completo. En el autobús sentada escribiendo veo nieve y más nieve a uno y otro lado de la carretera. El paisaje es bonito y tengo seis horas por delante para pensar en la vida. Algún día hablaré de mis viajes en autobús Lugo-Madrid, porque los Madrid-Lugo son otra cosa. Sigo en el bus, somos pocos viajeros hoy, llegaré a tiempo a trabajar. Tengo ganas. Cuando salga no sé si irme a casa, al metro o a Atocha, para visitar una estación de tren que es lo que me falta hoy, Día Internacional de la Estación Gris y Desangelada. Sin ángeles pero con blanca navidad.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Yo amo, tú ama...de casa.

Según un estudio de The Wall Street Journal, que se publicó hace un tiempo, las tareas del hogar son un potente afrodisíaco. Lo que no han especificado es para quién. Ni cómo. Ni tan siquiera cuándo.
Se me ocurren tantas cosas que no sé por dónde empezar. Vamos a ver…entiendo que una tarea doméstica es hacer la cena. Ahí si lo puedo entender, comida, cocina, prueba esto, mira que cucharada de lo otro, te lo doy, me lo das, me pongo el mandilón, me lo quito para poner la mesa…vale…ahí le damos la razón a los wallstretienses.
Pero también es una tarea doméstica limpiar el baño. Y limpiar el baño implica limpiar el wc. Y estar agachado o agachada, con unos guantes de plástico amarillos horrorosos, con el bote de un litro de lejía en la mano y el estropajo amarillo y verde en la otra, mientras uno o una se esmera en sacar brillo al interior de la taza...eso no me pone nada. Pero claro, para gustos estás los colores, y también las tareas del hogar. Porque habrá a quien le atraiga, que hay gente para todo, y quizá los guantes de plástico puedan ser un objeto de culto sexual.
Hacer la cama puede ser otra tarea doméstica. Ahí es fácil de entender este estudio, porque mientras haces la cama se te puede venir a la cabeza deshacerla, y ya que estás al lado de ella, pues oye, si tienes cerca a alguien se te puede ocurrir alguna perversidad.
He leído en varios sitios que no estaban de acuerdo para nada con el estudio, que únicamente entendían que los hombres viesen a las amas de casa, o las trabajadoras fuera de casa que también son amas de casa cuando vuelven del trabajo, con un atractivo especial. Pero en muchos artículos sobre este asunto decían que seguramente una mujer no se emocionase especialmente con un hombre realizando las tareas del hogar.
Pues no estoy de acuerdo. Si tienes a tu chico fregando los platos, y se te ocurre plantarle un beso mientras lo abrazas, se te pueden ocurrir muchas cosas más, seas chico, chica, señor, señora, anciano o anciana. Porque con el paso de los años y del tiempo en pareja lo que suele ocurrir es que la rutina, el ver a la otra persona en todas circunstancias y posiciones (que no posturas) hace que decaiga la atracción sexual. Pues entonces este estudio lo único que está haciendo es darnos esperanzas.
Si las tareas domésticas son un afrodisíaco, eso significa que con el paso del tiempo y de la convivencia, nos gustaremos más. Nos veremos cocinando, pasando el aspirador, haciendo la cama, limpiando el baño, tendiendo la ropa…un día tras otro, lo que hará que un día tras otro nos gustemos un poquito más. Duele pensar lo contrario, que solamente sintamos atracción cuando estamos estupendos y arreglados para salir a cenar. Malo sería. Con lo monas que estamos las chicas con un moño alto, una camiseta enorme un domingo por la tarde, qué menos que tenga una recompensa. Y con lo guapos que están ustedes, hombres del mundo, con un pantalón de pijama de cuadros y una camiseta de esas de frases célebres, mientras intentan hacer bien la cama…Nos gustan! Nos gustamos! Benditas tareas del hogar…

lunes, 16 de noviembre de 2009

ESOS LUGARES GRISES

Odio los aeropuertos. Y también las estaciones de autobús. Y un poco las de tren, aunque las he pisado menos. No me gustan nada. Son sitios grises, porque están pintados de gris, porque tienen cemento por todas partes, porque hay latas en forma de avión y latas en forma de autobús. Y gente corriendo, para un lado, para otro, cargados, descargados, con ropa cómoda porque van a viajar o con traje y pañuelo porque son azafatas.
No era yo de esas personas que dicen que odian las despedidas. Pero no sé por qué nunca lo dije porque lo soy. Odio despedirme. Sobre todo cuando me despido una y otra vez y tengo la constante sensación de que me paso la vida despidiéndome. Eso es cosa del tiempo, culpa del tiempo, porque cuando uno se despide, significa que en otro momento no muy lejano fue recibido, y las bienvenidas sí son bonitas. Pero ahí entran los relojes, que funcionan dependiendo de lo que esté pasando. Si estás recibiendo una bienvenida, las manecillas del reloj gris del aeropuerto van corriendo corriendo. Sin embargo, si te despides van lentas, muy grises y muy lentas.
Y en esa lentitud entran los besos, los abrazos, los hasta prontos, los llámame cuando llegues, los no te preocupes que nos vemos enseguida…y todo es de verdad, pero la realidad es que te tienes que marchar.
Y entonces te vas, porque si te despiden es porque te tienes que ir. Y lo peor de todo es cuando llegas y no hay bienvenidas. Porque no hay recibimiento y porque “cuando vuelves no hay fiesta en la cocina, ni baile con orquesta…” y de las rosas con espinas mejor ni hablamos.
La vida nos descoloca continuamente. Me paro a pensar que no conozco a nadie que tenga a su lado, en su ciudad, o en la que vive, a todo el mundo que quisiera tener a cinco minutos. Y lo poco que valoramos cuando lo tenemos eso de llamar a alguien y poder quedar en media hora para tomar un café, una caña o una copa.
Lo único que me gusta de los aeropuertos y de las estaciones, y de viajar sentadita al lado de algún desconocido o de alguna señora desconocida es que me puedo imaginar sus vidas: sus bienvenidas y sus despedidas. Por ejemplo, la pareja de jóvenes de tienda Quechua que tenía delante en el avión esta tarde. Tenían una hija guapísima y rubísima que iba de rosa, seguro que era una niña cursi que le salió así a dos padres hippies. Eran estupendos. El padre babeaba por la niñita cursi y rosada. La madre no podía con las maletas. La niña, que no levantaba más de dos palmos del suelo, le ayudó. Creo que el padre era gallego y la madre de Madrid. Por eso hacían esa ruta de avión, porque acababan de ver a la familia paterna. Iban contentos y llenos de maletas, seguro que la abuela cargó de comida casera alguna de ellas.
También había un matrimonio de mediana edad. Nos subimos al bus ese gris que te lleva desde el avión hasta el aeropuerto (lo que me faltaba, una especie de fusión entre estación de buses y aeropuerto). Y entonces el marido se pone unas gafas de sol de cristal amarillo. Amarillo! Me acerco y compruebo que no es el reflejo, son amarillas! Y él se acerca a su mujer y le dice: “¿Cuántas personas crees que puede haber aquí?¿Cien?”- La mujer, seguramente pensando por qué tiene un marido de gafas amarillas lo mira indiferente y él se pone a calcular cuánto gana la compañía con toda aquella gente. Curioso señor amarillo.
Y entonces una señora casi poseída me grita que llevo la maleta abierta. Lo sé, lo sé…leo libros gordos e incómodos que no caben en la maleta, señora, pero voy atenta! O no..porque más bien iba pensando de dónde vendría y a quién iría a ver esa señora con medias fantasía llenas de rayas rojas y negras. Gracias entonces, señora. Aprieto el libro, cierro la cremallera con esmero. Maleta cerrada.
Y al cerrar la maleta vuelvo a pensar que maleta cerrada significa viaje preparado, y entonces recuerdo las despedidas, otra vez. Por un rato se me había olvidado porque iba pendiente de las historias de mi alrededor. Genial. He ganado la batalla, al menos a ratos, contra los aeropuertos y sitios grises varios: mirar a la gente de al lado e imaginarme sus vidas, a dónde van y de dónde vienen. Los italianos que se sentaban detrás seguro que eran unos Erasmus en Madrid que fueron a visitar Santiago porque encontraron un vuelo barato. Gritaban bastante.
Llego. No me espera nadie. No hay bienvenidas. Pues me meto en el metro, que creo que fue donde nació esa idea fantástica de las historias de los demás, porque en el metro noto muchas veces que los demás también se imaginan mi vida. Algún día, me levantaré en medio del vagón, y al poner de pie diré: Mi nombre es Adriana y odio los aeropuertos.

jueves, 22 de octubre de 2009

Riendo bajo la lluvia.

Sí, sí, riendo. Que no cantando. Porque canto mal. Muy mal dice quien me ha escuchado en todo mi esplendor, y muy graciosa quien me quiere tanto que no me ha escuchado bien. Escuchado, que no oído, que nunca es lo mismo. Incluso hay quien escucha sin escuchar y quien escuchar sin oír, y hasta los hay que oyen sin oír. Pasa de todo.
El caso es que me vi riendo bajo la lluvia, que no cantando. Riendo. ¿O era sonriendo? Creo que sonreía. Porque a veces, uno sale a pasear por la ciudad, y llueve, y el día es gris, y quizás yo (y quizás tú) también esté gris. Pero sales a la calle y te empiezas a cruzar desde que pones un pie fuera de casa con gente. El primero, un amigo de un vecino que dice "no abras que ya me ha abierto la chica guapa de abajo". Bien, primera sonrisa. Aunque sea mentira lo que dice, ha tenido el detalle de sacarme una sonrisa. Gracias amigo de mi vecino.
Abro el paraguas. Llevo un paraguas verde esperanza de poder cerrarlo porque deje de llover. Subo la calle. Y entonces, a la vuelta de la esquina, una chica decide cerrar su paraguas mirando a su perro. Supongo que pensó que si el pobre chucho se moja, ella debería ser solidaria. Y sigue lloviendo, y ella se va, con su paraguas en una mano, cerrado, y la correo de su perro gruñón en otra. Era un perro de esos que están de moda ahora que respiran como un hombre mayor que ronca. Son graciosos. Lo miro y parece decirme que mira que dueña tan maja tengo. Miro a la chica, camina ahora más orgullosa. Sonrio. Segunda sonrisa.
Sigo caminando. Entro en una tienda de esas que todavía se llaman droguerías y que tiene desde bastoncillos para los oídos hasta perfumes de cien euros. Y entonces, cuando estoy esperando para pagar (no diré lo que compré porque eso no me hizo sonreir), el encargado encorsetado, con su traje de Almacenes Ramil se resbala en un charco de esos que hacen los paraguas (recuerdo que llueve) y se cae. Se cayó de esa manera que lo único que puedes hacer es reirte, porque el hombre estaba bien, a pesar del buen resbalón en el que vi sus calcetines a la altura de mi barbilla. Y entonces hizo lo que nunca se debe hacer cuando uno se cae así: se levantó, se colocó la corbata y se encaminó hacia el expositor de Esteé Lauder. Mal. Muy mal. Que no, que no. Que cuando uno se cae así lo menos que puede hacer es decir algo, reirse, hacer una broma...pero nunca levantarse y colocarse y andar como si no hubiesen existido los últimos diez segundos. Existieron. Y de que existieron nos dimos cuenta él (aunque haga como que no), la cajera que me iba a cobrar y yo. Y entonces miro a la cajera, me mira...y sonrisa. Tercera sonrisa.
Abro el paraguas y me digo a mi misma que me merezco un café. Y entonces entro en una franquicia horrible que tiene bocadillos y que algún día contaré por qué me gusta tomar café allí, y en la cola para pedir, una señora con pinta de abuela que está delante de mí le pregunta a la chica que si las magdalenas llevan pepitas de chocolate o uvas pasas. La camarera se acerca a las magdalenas peligrosamente y confirma las sospechas: pepitas de chocolate! Así que la abuelilla se de la vuelta, me mira y me dice...sí, es chocolate! Sonrío. Cuarta sonrisa.
Decido que quizás mi nevera necesite amiguitos y voy al supermercado. En el pasillo de los guisantes y los champiñones en conserva veo a un chico indeciso ante los pimientos de morrón. Se gira y oh dios mío! veo pegada a su pecho una cabecita pelona y roja. Llevaba un bebé enanito enanito en un canguro de padre moderno. Era un padre también pelón pero menos rojo, y moderno, también era moderno. Así que miro la cabecita y suelto en alto un "ooohhh", así que papá moderno me mira y me sonríe. Y sonrio. Quinta sonrisa.
Abro el paraguas. Llego a casa. Cierro el paraguas. Cierro la puerta. Sonrio. Sexta sonrisa.
Un día cualquiera, riendo bajo la lluvia.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Café, no café, café, no café...

Sábado. Once de la noche. Mítica cafetería en el centro. Antigua. Columnas del siglo pasado. Piano de cola. Mesas de mármol. Día de fiestas en la ciudad. Pedimos un café. Hasta ahí todo normal, incluso bonito. Marco incomparable, compañía grata, noche de ambiente. Pedir un café es fácil. Lo pides, lo hacen, te lo sirven, lo tomas, pagas y te vas. Sencillo. Eso hicimos. Todo perfecto. De repente me giro.
En la mesa de al lado, aún sin recoger de los anteriores, se sienta un chico. Chico informal, de barba de tres días, de pantalones vaqueros, con una funda de guitarra negra que apoya en una silla y una mochila que deja cuidadosamente en el suelo. Está sentado. Mira a la camarera que se acerca airosa. Levanta la mirada y se encuentra con la de ella. Ella recoge una taza de la mesa, pasa un paño rápidamente y le suelta : "No te pienso atender".
Así, como a nosotros nos dijo "Buenas noches, ¿qué van a tomar?", le dice al chico informal que no lo piensa atender, y se gira, con la taza que acababa de recoger en una mano, el paño en la otra y meneando las caderas como sólo los sudamericanos saben mover. Eso sí, no era salsa, era enfado.
Miro al chico informal. Esboza una mueca y no lo duda: se levanta. Suave, despacio, coge con cuidado su guitarra, como si fuera su chica (no dudo que lo fuera), coge su mochila del suelo, se la pone al hombro y hace ademán de salir por la puerta. Al pasar a nuestro lado, nos quedamos mirando. Lo miro y le digo con los ojos que no entiendo nada.
Las botas que lleva colgadas en la mochila dan en nuestras sillas. Se gira. Dice "Perdona", baja la mirada...le decimos "¿qué ha pasado?". Levanta la mirada. Nos mira directo, limpio, sincero...y nos dice con una voz de haber vivido más que todos los de la cafetería mítica del centro juntos: "no pasa nada, a veces no hay demasiada cultura". Se da la vuelta, de nuevo despacio, se coloca la mochila y sale de la cafetería. Lo vemos desaparecer por la plaza.
No entiendo lo ocurrido, por un momento, pienso que no ha pasado, o que no he entendido bien, o que las cosas no son lo que parecen. Entonces, pienso de nuevo. Pienso que la cafetería del centro, con sus mesas de mármol, con sus columnas pintadas de rosa, con su piano de cola...ha sufrido una regresión en el tiempo y hemos vuelto a donde los señores de papel couché que hay sentados en la entrada.
Resulta que en esos escasos minutos la cafetería y todo lo que había dentro viajó en el tiempo. Por eso no quieren atender a un chico que lleva una guitarra y que tiene pinta de bohemio. Porque los bohemios en los siglos pasados, no estaban bien vistos. Tuvo que ser eso. Que no nos dimos cuenta, pero un aire dieciochesco entró por la puerta del café con el chico informal y por eso ocurrió de repente que no quieran atender a un chico por llevar una mochila con unas botas colgando.
Tenía cara de querer un café. Un café, igual que el mío, igual que el que es tan fácil de pedir un día tras otro en cualquier cafetería, igual que el que tomas para desayunar, o incluso igual que el que pides después de comer. Igual. Pero parece ser que él era distinto. No, no, él no...la época, cambiamos de época, tuvo que ser eso.
Me niego a pensar que en mi ciudad, en mi ciudad de fiesta, en mi ciudad pequeña, en mi ciudad que presume de acogedora no sirvan un café a un chico con guitarra, con barba, bohemio...
Él no tomó café. A mí, se me atragantó.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Un amigo, un cumpleaños

Amigos. Amigas. Amiguísimos. Amiguísimas. Conocidos. Conocidas. Colegas. No tan colegas. Gente. Más gente. Mucha más gente.
Gente que pasa a nuestro lado, que permanece a nuestro lado, que se va...No vivimos tan sólo nuestra vida, sino las vidas de quiénes nos rodean entrelazadas con la nuestra, una y otra vez. Una sonrisa puede ser en soledad, pero siempre es mejor con dedicatoria, con una mirada delante que te la devuelva. Y entonces es cuando sonríes de verdad.
Esa gente que ya ha dejado de serlo, que ya no es gente, que ha pasado de ser alguien a ser "ese alguien", ese amigo, esa persona que te acompaña, aunque no sea necesario que se repita eso de estoy ahí, pues se está...porque te conoces desde pequeño, porque te sabes su vida, y él la tuya, porque no te sabes todo, pero siempre descubres algo.
No se trata sólo de ayuda cuando lo necesitas, ni de compartir risas cuando la noche te envuelve, se trata de caminar en paralelo, uno al lado del otro, sin que sean necesarias más que las palabras justas...porque a veces las palabras, los puñados de palabras, no son del todo necesarios y basta con una mirada, con una cosquilla, con una palmada, con un toque en el hombro para que esa sonrisa compartida dure para siempre.
Y es así como se conservan los amigos, no hace falta meterlos en un frasco, ni ponerles una tapa, ni tan siquiera un poquito de papel albal...basta con caminar al lado pero siempre teniendo ganas de que tu caminito se cruce con su caminito de cuando en cuando...un paralelo con encontronazos, con ganas de entrelazar vidas...porque una vida son muchas vidas.

domingo, 20 de septiembre de 2009

La maratón del escalón

De repente me he dado cuenta que las escaleras que van a la casa de Carrie Bradshow suben, y que las mías sin embargo, bajan. Así que si un hombre me quisiera besar a la puerta de casa, tendría que subir yo las escaleras o bien él bajarlas…sin embargo, Carrie siempre sube un escalón y se besa. Altura perfecta. Pero siempre igual, nunca cambia. Yo puedo subir una y que él baje otra, con lo que estaríamos a la altura, o bien dejarle a él bajarlas todas…

Da igual donde vivas, sea Manhattan o Malasaña, el caso es que para que una relación funcione hay que subir y bajar escalones continuamente…Qué mareo. Ni la noria de la feria…Es un continuo subes tú bajo yo, hasta que llega un momento que uno de los dos se cansa de tanto ejercicio y decide quedarse en un escalón. Puede ser por decisión propia (en plan “paso del gimnasio, estoy fenomenal”) o puede ser porque su cuerpo se ha parado en ese peldaño maldito y ha decidido que ni de broma se mueve más.

Aquí entra la decisión que tome la otra persona, que puede aceptar que el otro se mantenga inmóvil en una de las escaleras y girar a su alrededor, subiendo y bajando e incluso haciéndose hueco en el mismo escalón, o puede decidir que pasa absolutamente, que no puede consentir que sólo vaya a hacer ejercicio físico una de las dos partes que compone la pareja (pareja viene de par, o sea, dos…o eso significaba en el principio de los tiempos, cuando el diccionario aún era tan ingenuo que creía que todos éramos fieles).

Y ahora empiezan los problemas, justo aquí…porque tú has subido más veces que yo, porque yo te pedía que bajases y no me hacías caso, porque aquel día que subí a besarte no te llegaba, porque el otro martes bajé todos los escalones y tú subiste corriendo y pasaste de largo…nunca, nunca, nunca, se llegará a un acuerdo sobre quién hizo más pierna de los dos.

Y a veces parece que como no se solucione esta nueva duda creada, no hay manera de dejar circular el aire para que empiecen a desfilar por la escalera otros atletas a disputar la maratón del escalón, conocida en el mundo entero.

La próxima vez que os beséis en un portal, pensadlo dos veces antes de colocaros: la escalera tiene la clave.

Bienvenidos...un puñado de palabras...un puñado más que se añaden a todos los puñados de palabras que se sueltan por el mundo. No se pretende nada, más que soltar palabras que están dentro, para que estando fuera, no se llene la cabeza de puñados y puñados que hacen presión contra las sienes.

Gracias a Carlota, superhermana, que me ha ayudado para hacer posible este blog que espero sirva de "terapia escritorial", lo ha dejado precioso...podéis ver el suyo, es genial mimetismofelino.blogspot.com como ella.......

Lo dicho...bien ve ni dos