martes, 6 de agosto de 2013

Una historia de amor en la consulta de Hematología

Había una vez una chica que llevaba una vida normal para su edad: familia, estudios, amigos…hasta que un día su vida se dirigió al borde de un acantilado. Si daba unos cuantos pasos no pasaría nada pero si se mantenía quieta, sin moverse, corría el riesgo de caer pendiente abajo hasta el precipicio.

Tan inesperado fue casi no sabía de lo que le hablaban…un dolor, malestar, un cansancio raro y unas pruebas. Todo eso dio lugar a una enfermedad que no sabía ni que podía existir en un cuerpo de 19 años. Y entonces, en ese preciso instante, apareció él: hombre alto, apuesto, elegante. Serio, con una media sonrisa bajo un espeso bigote que obligaba a quien tuviera delante a quererlo casi desde el comienzo de la conversación. Desde ese momento se convirtió en guía, tranquilidad y realidad de esa muchachita menuda. Era el doctor González. No le daba vueltas a las cosas, era directo y aunque tremendamente científico, con una capacidad asombrosa para explicar el mundo de las células como nunca antes había escuchado ella…Poco a poco comenzó a comprenderlo todo, gracias a él. Básicamente salió de aquel despacho, de aquella consulta, sabiendo que por delante tenía un año complicado pero lo complicado sería no hacer nada, porque podía ser el fin de todo. Así se lo hizo saber aquel hombre que hasta ese momento, no era nadie en su vida.

Comprendió que se llevarían bien en el momento en que ella le preguntó el nombre exacto de su enfermedad y él se la apuntó en un papel a mano, con boli, con una letra maravillosamente legible para llevar una bata blanca y mientras escribía, le dijo entre dientes: ni se te ocurra meterte en Internet. Ella sonrío haciendo ver que la habían pillado. Y claro, se metió en Internet. Y en la consulta siguiente tenía un ejército de preguntas que disparar contra González (ya le había pasado a llamar así, sin el doctor delante, como queriendo obviar qué les había llevado allí). Y él, paciente en lugar de médico, la sentó en una silla, la miró a los ojos y le explicó exactamente cada uno de los pasos que iban a dar juntos, si ella quería. Ella aceptó, segura de que aquel hombre que tenía delante iba a hacer que todas sus células malignas se fueran de su cuerpo de chavalita que tenía mucho que vivir.

Y así fue, y en todo el proceso, el camino que recorrieron juntos, no tuvo ni una sola duda de que él estaba haciendo todo lo que tenía que hacer, de que él iba a poner la Medicina en sus manos para que se cumpliera aquel 99.9% de curación que él le dijo la primera vez que se vieron. Y el camino, se lo aseguro, no fue fácil. Pero no estamos aquí para hablar de eso, no hablemos del camino, sino del guía. El que hizo que esa tremenda cuesta arriba no lo fuera tanto, el que aseguró que la vida era lo primero y que la Medicina estaba al alcance de aquella joven, y el que cuidó, mimó y atendió incluso hasta en su teléfono particular a aquella chica que, incluso sin pelo, estaba guapa, en palabras de él.

Tanto fue así, que pasado aquel fatídico año y cuando él, respirando alto y aliviado, le dijo las tres palabras mágicas: “tienes el alta”, ella lo siguió queriendo y decidió que era a él a quien quería ver primero cada seis meses, luego cada año…cada verano tenían una cita que a ella no le hacía mucha ilusión, porque le recordaba aquella historia pasada pero él siempre estaba allí para sacarle una sonrisa, para recordarle que todo había pasado y para emocionarla diciéndole lo bien que lo había hecho.

Y así siguieron muchos años, hasta que en una de esas consultas ella le hizo una pregunta, y tembló mientras recibía la respuesta, y lloró al salir. Sí, le dijo González: tienes las mismas posibilidades que cualquier chica de tu edad, asumes solo algún riesgo más. Y prácticamente nueve meses después llegó un bebé precioso, y sanísimo.

Él lo supo, y la noticia le causó alegría, pero la ilusión de ella era que se conocieran. Iba a ser este año, en su cita anual, pero las paradojas de la vida y de la muerte, hicieron que él tuviera que luchar mano a mano con quién más conocía: esa enfermedad otra vez. No perdió la batalla, porque los hombres así nunca pierden.

Él combatió tantas veces que lleva en su marcador más partidos ganados que perdidos, y el de la joven es uno de ellos. Su historia de amor médico-paciente no se ha terminado aunque él no esté porque ella, hace ya diez años, decidió que lo iba a amar para siempre.

Descanse en paz, doctor González.



lunes, 15 de julio de 2013

Amor a Lugo y amor lucense

Las sensaciones son de lo más variado cuando uno regresa al lugar donde nació. Pese a que el maestro Sabina dice que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, a mí me encanta regresar.

Eso sí, debo reconocer que esa sensación de esta es mi tierra, estos son mis orígenes no existe en mí. Para mí Lugo significa demasiadas cosas como pararme a pensar en que es mi matriz. Lugo son las calles donde corrí, donde reí, donde lloré…las casas, todas las casas en las que disfruté de comida y conversación a partes iguales. Lugo es mi infancia y mis amagos de suicidio en patines por Germán Alonso mientras mi abuela gritaba detrás (el tío Manolo tiene la culpa). Lugo es mi madre y sus carreras eternas Dieciocho de Julio arriba, Dieciocho de Julio abajo para que nunca estuviera sola. Lugo son también mis meriendas en Petit haciéndome la hermana mayor.  Lugo es Alberto y es a las dos me paso por Chuché.

Pero desde hace unos años…no diré cuántos…Lugo es una mañana con un croissant y una perrita saludando desde el periódico, Lugo es ese lugar donde (ya lo sabía yo) apareció él. Nos conocíamos desde hace años, pero ese día, esa noche, era nuestro día. Siempre me había resultado curioso ese chico rizado de grandes brazadas y voz grave. Curioso sí, pero de ahí a pensar en formar una familia con él…pues no, eso sí que no. Pero…tenía que ser de Lugo. Tenía que aumentar mis sensaciones al pasar por delante de Franciscanos. Doce años allí dentro para terminar casándome con el hijo de mi profesora de párvulos, con el que, por cierto, no coincidí en el colegio. Tiene más sentido así: son recuerdos sumados a recuerdos. Es Lugo sobre Lugo, en estado puro.


Ahora Lugo es un lugar de vacaciones, de fines de semana interminables y agotadores entre casas y comidas…y de amor. Amor por parte de todas esas casas, amor por parte de todas esas vidas cruzadas y amor por parte de cada rincón que me recuerda que allí nací, allí crecí y allí encontré al compañero de mi vida. Amor por parte del amor que pasea incansable cada rincón de la ciudad empeñado en que ese pequeño ser que hemos creado (y que me pregunto cada día dónde ha estado todos estos años) sepa de dónde son sus papás.