jueves, 22 de octubre de 2009

Riendo bajo la lluvia.

Sí, sí, riendo. Que no cantando. Porque canto mal. Muy mal dice quien me ha escuchado en todo mi esplendor, y muy graciosa quien me quiere tanto que no me ha escuchado bien. Escuchado, que no oído, que nunca es lo mismo. Incluso hay quien escucha sin escuchar y quien escuchar sin oír, y hasta los hay que oyen sin oír. Pasa de todo.
El caso es que me vi riendo bajo la lluvia, que no cantando. Riendo. ¿O era sonriendo? Creo que sonreía. Porque a veces, uno sale a pasear por la ciudad, y llueve, y el día es gris, y quizás yo (y quizás tú) también esté gris. Pero sales a la calle y te empiezas a cruzar desde que pones un pie fuera de casa con gente. El primero, un amigo de un vecino que dice "no abras que ya me ha abierto la chica guapa de abajo". Bien, primera sonrisa. Aunque sea mentira lo que dice, ha tenido el detalle de sacarme una sonrisa. Gracias amigo de mi vecino.
Abro el paraguas. Llevo un paraguas verde esperanza de poder cerrarlo porque deje de llover. Subo la calle. Y entonces, a la vuelta de la esquina, una chica decide cerrar su paraguas mirando a su perro. Supongo que pensó que si el pobre chucho se moja, ella debería ser solidaria. Y sigue lloviendo, y ella se va, con su paraguas en una mano, cerrado, y la correo de su perro gruñón en otra. Era un perro de esos que están de moda ahora que respiran como un hombre mayor que ronca. Son graciosos. Lo miro y parece decirme que mira que dueña tan maja tengo. Miro a la chica, camina ahora más orgullosa. Sonrio. Segunda sonrisa.
Sigo caminando. Entro en una tienda de esas que todavía se llaman droguerías y que tiene desde bastoncillos para los oídos hasta perfumes de cien euros. Y entonces, cuando estoy esperando para pagar (no diré lo que compré porque eso no me hizo sonreir), el encargado encorsetado, con su traje de Almacenes Ramil se resbala en un charco de esos que hacen los paraguas (recuerdo que llueve) y se cae. Se cayó de esa manera que lo único que puedes hacer es reirte, porque el hombre estaba bien, a pesar del buen resbalón en el que vi sus calcetines a la altura de mi barbilla. Y entonces hizo lo que nunca se debe hacer cuando uno se cae así: se levantó, se colocó la corbata y se encaminó hacia el expositor de Esteé Lauder. Mal. Muy mal. Que no, que no. Que cuando uno se cae así lo menos que puede hacer es decir algo, reirse, hacer una broma...pero nunca levantarse y colocarse y andar como si no hubiesen existido los últimos diez segundos. Existieron. Y de que existieron nos dimos cuenta él (aunque haga como que no), la cajera que me iba a cobrar y yo. Y entonces miro a la cajera, me mira...y sonrisa. Tercera sonrisa.
Abro el paraguas y me digo a mi misma que me merezco un café. Y entonces entro en una franquicia horrible que tiene bocadillos y que algún día contaré por qué me gusta tomar café allí, y en la cola para pedir, una señora con pinta de abuela que está delante de mí le pregunta a la chica que si las magdalenas llevan pepitas de chocolate o uvas pasas. La camarera se acerca a las magdalenas peligrosamente y confirma las sospechas: pepitas de chocolate! Así que la abuelilla se de la vuelta, me mira y me dice...sí, es chocolate! Sonrío. Cuarta sonrisa.
Decido que quizás mi nevera necesite amiguitos y voy al supermercado. En el pasillo de los guisantes y los champiñones en conserva veo a un chico indeciso ante los pimientos de morrón. Se gira y oh dios mío! veo pegada a su pecho una cabecita pelona y roja. Llevaba un bebé enanito enanito en un canguro de padre moderno. Era un padre también pelón pero menos rojo, y moderno, también era moderno. Así que miro la cabecita y suelto en alto un "ooohhh", así que papá moderno me mira y me sonríe. Y sonrio. Quinta sonrisa.
Abro el paraguas. Llego a casa. Cierro el paraguas. Cierro la puerta. Sonrio. Sexta sonrisa.
Un día cualquiera, riendo bajo la lluvia.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Café, no café, café, no café...

Sábado. Once de la noche. Mítica cafetería en el centro. Antigua. Columnas del siglo pasado. Piano de cola. Mesas de mármol. Día de fiestas en la ciudad. Pedimos un café. Hasta ahí todo normal, incluso bonito. Marco incomparable, compañía grata, noche de ambiente. Pedir un café es fácil. Lo pides, lo hacen, te lo sirven, lo tomas, pagas y te vas. Sencillo. Eso hicimos. Todo perfecto. De repente me giro.
En la mesa de al lado, aún sin recoger de los anteriores, se sienta un chico. Chico informal, de barba de tres días, de pantalones vaqueros, con una funda de guitarra negra que apoya en una silla y una mochila que deja cuidadosamente en el suelo. Está sentado. Mira a la camarera que se acerca airosa. Levanta la mirada y se encuentra con la de ella. Ella recoge una taza de la mesa, pasa un paño rápidamente y le suelta : "No te pienso atender".
Así, como a nosotros nos dijo "Buenas noches, ¿qué van a tomar?", le dice al chico informal que no lo piensa atender, y se gira, con la taza que acababa de recoger en una mano, el paño en la otra y meneando las caderas como sólo los sudamericanos saben mover. Eso sí, no era salsa, era enfado.
Miro al chico informal. Esboza una mueca y no lo duda: se levanta. Suave, despacio, coge con cuidado su guitarra, como si fuera su chica (no dudo que lo fuera), coge su mochila del suelo, se la pone al hombro y hace ademán de salir por la puerta. Al pasar a nuestro lado, nos quedamos mirando. Lo miro y le digo con los ojos que no entiendo nada.
Las botas que lleva colgadas en la mochila dan en nuestras sillas. Se gira. Dice "Perdona", baja la mirada...le decimos "¿qué ha pasado?". Levanta la mirada. Nos mira directo, limpio, sincero...y nos dice con una voz de haber vivido más que todos los de la cafetería mítica del centro juntos: "no pasa nada, a veces no hay demasiada cultura". Se da la vuelta, de nuevo despacio, se coloca la mochila y sale de la cafetería. Lo vemos desaparecer por la plaza.
No entiendo lo ocurrido, por un momento, pienso que no ha pasado, o que no he entendido bien, o que las cosas no son lo que parecen. Entonces, pienso de nuevo. Pienso que la cafetería del centro, con sus mesas de mármol, con sus columnas pintadas de rosa, con su piano de cola...ha sufrido una regresión en el tiempo y hemos vuelto a donde los señores de papel couché que hay sentados en la entrada.
Resulta que en esos escasos minutos la cafetería y todo lo que había dentro viajó en el tiempo. Por eso no quieren atender a un chico que lleva una guitarra y que tiene pinta de bohemio. Porque los bohemios en los siglos pasados, no estaban bien vistos. Tuvo que ser eso. Que no nos dimos cuenta, pero un aire dieciochesco entró por la puerta del café con el chico informal y por eso ocurrió de repente que no quieran atender a un chico por llevar una mochila con unas botas colgando.
Tenía cara de querer un café. Un café, igual que el mío, igual que el que es tan fácil de pedir un día tras otro en cualquier cafetería, igual que el que tomas para desayunar, o incluso igual que el que pides después de comer. Igual. Pero parece ser que él era distinto. No, no, él no...la época, cambiamos de época, tuvo que ser eso.
Me niego a pensar que en mi ciudad, en mi ciudad de fiesta, en mi ciudad pequeña, en mi ciudad que presume de acogedora no sirvan un café a un chico con guitarra, con barba, bohemio...
Él no tomó café. A mí, se me atragantó.