Había una
vez una chica que llevaba una vida normal para su edad: familia, estudios,
amigos…hasta que un día su vida se dirigió al borde de un acantilado. Si daba
unos cuantos pasos no pasaría nada pero si se mantenía quieta, sin moverse,
corría el riesgo de caer pendiente abajo hasta el precipicio.
Tan
inesperado fue casi no sabía de lo que le hablaban…un dolor, malestar, un
cansancio raro y unas pruebas. Todo eso dio lugar a una enfermedad que no sabía
ni que podía existir en un cuerpo de 19 años. Y entonces, en ese preciso
instante, apareció él: hombre alto, apuesto, elegante. Serio, con una media
sonrisa bajo un espeso bigote que obligaba a quien tuviera delante a quererlo
casi desde el comienzo de la conversación. Desde ese momento se convirtió en guía,
tranquilidad y realidad de esa muchachita menuda. Era el doctor González. No le
daba vueltas a las cosas, era directo y aunque tremendamente científico, con
una capacidad asombrosa para explicar el mundo de las células como nunca antes
había escuchado ella…Poco a poco comenzó a comprenderlo todo, gracias a él.
Básicamente salió de aquel despacho, de aquella consulta, sabiendo que por
delante tenía un año complicado pero lo complicado sería no hacer nada, porque
podía ser el fin de todo. Así se lo hizo saber aquel hombre que hasta ese
momento, no era nadie en su vida.
Comprendió
que se llevarían bien en el momento en que ella le preguntó el nombre exacto de
su enfermedad y él se la apuntó en un papel a mano, con boli, con una letra
maravillosamente legible para llevar una bata blanca y mientras escribía, le
dijo entre dientes: ni se te ocurra meterte en Internet. Ella sonrío haciendo
ver que la habían pillado. Y claro, se metió en Internet. Y en la consulta
siguiente tenía un ejército de preguntas que disparar contra González (ya le
había pasado a llamar así, sin el doctor delante, como queriendo obviar qué les
había llevado allí). Y él, paciente en lugar de médico, la sentó en una silla,
la miró a los ojos y le explicó exactamente cada uno de los pasos que iban a
dar juntos, si ella quería. Ella aceptó, segura de que aquel hombre que tenía
delante iba a hacer que todas sus células malignas se fueran de su cuerpo de
chavalita que tenía mucho que vivir.
Y así fue,
y en todo el proceso, el camino que recorrieron juntos, no tuvo ni una sola
duda de que él estaba haciendo todo lo que tenía que hacer, de que él iba a
poner la Medicina en sus manos para que se cumpliera aquel 99.9% de curación
que él le dijo la primera vez que se vieron. Y el camino, se lo aseguro, no fue
fácil. Pero no estamos aquí para hablar de eso, no hablemos del camino, sino
del guía. El que hizo que esa tremenda cuesta arriba no lo fuera tanto, el que
aseguró que la vida era lo primero y que la Medicina estaba al alcance de
aquella joven, y el que cuidó, mimó y atendió incluso hasta en su teléfono
particular a aquella chica que, incluso sin pelo, estaba guapa, en palabras de
él.
Tanto fue
así, que pasado aquel fatídico año y cuando él, respirando alto y aliviado, le
dijo las tres palabras mágicas: “tienes el alta”, ella lo siguió queriendo y
decidió que era a él a quien quería ver primero cada seis meses, luego cada año…cada
verano tenían una cita que a ella no le hacía mucha ilusión, porque le
recordaba aquella historia pasada pero él siempre estaba allí para sacarle una
sonrisa, para recordarle que todo había pasado y para emocionarla diciéndole lo
bien que lo había hecho.
Y así
siguieron muchos años, hasta que en una de esas consultas ella le hizo una pregunta,
y tembló mientras recibía la respuesta, y lloró al salir. Sí, le dijo González:
tienes las mismas posibilidades que cualquier chica de tu edad, asumes solo
algún riesgo más. Y prácticamente nueve meses después llegó un bebé precioso, y
sanísimo.
Él lo supo,
y la noticia le causó alegría, pero la ilusión de ella era que se conocieran.
Iba a ser este año, en su cita anual, pero las paradojas de la vida y de la
muerte, hicieron que él tuviera que luchar mano a mano con quién más conocía:
esa enfermedad otra vez. No perdió la batalla, porque los hombres así nunca
pierden.
Él combatió
tantas veces que lleva en su marcador más partidos ganados que perdidos, y el
de la joven es uno de ellos. Su historia de amor médico-paciente no se ha
terminado aunque él no esté porque ella, hace ya diez años, decidió que lo iba
a amar para siempre.
Descanse en
paz, doctor González.