miércoles, 28 de abril de 2010

Ocho años de Gran Vía

No recuerdo exactamente la primera vez que pisé la Gran Vía, creo que era una infante. Tampoco recuerdo la primera vez que pisé la Gran Vía cuando me vine a estudiar a Madrid. Y sin embargo, ahora no puedo dejar de pisarla.
Pertenezco a esa clase de personas que han decidido vivir en el centro de la ciudad, al lado de esta calle que cumple años, para convertirla así en mi barrio, además de ser la calle por la que circulan toda esa apabullante cantidad de coches, ambulancias, motos y sobre todo, personas mirando a ambos lados, porque hay tantas tiendas, tanta gente que mirar y tanto todo, que es imposible ir centrado , por eso nos chocamos tantas veces unos con otros.
Sirve de terapia. Uno se levanta, sale de casa, camina por esta calle que ya hace demasiado tiempo que perdió la cuenta de las pisadas que lleva encima y se siente de otra manera. A mí la Gran Vía me sirve para coger aire. Sí, como esas personas que van al campo a respirar aire puro, a mí el aire que respiro en Gran Vía me da la paz que necesito. Estaré loca, y posiblemente contaminada por dentro, pero me encanta disfrutarlo. Por fin una calle que se mueve sola, que se mueve siempre, que nunca duerme ni descansa, una calle que puedo transitar una y mil veces y que siempre es distinta.
Siempre veo algo que me gusta, algo que no me gusta, algo sobre lo que me gustaría escribir, alguna chica a la que me gustaría copiar su look, algún mayor del que me gustaría aprender, algún niño que me gustaría tener…Siempre veo algo, y siempre es distinto.
Y da igual que haya tratado de convertirla en mi barrio, porque la Gran Vía no es monótona por más que una quiera. Ella tiene vida y ritmo propios, de nada vale lo que intentemos los que la pisamos, andamos, machacamos y adoramos.
La Gran Vía te hace sentir que estás en donde quieres estar, que paseas por donde quieres pasear y que la vida es que haya vida, y no puede haber un lugar donde haya más. He leído miles de artículos, he leído miles de crónicas, miles de historias sobre esta calle y sigo leyendo con las mismas ganas y la misma curiosidad. Siempre me interesa, nunca cansa porque nunca es la misma.
En ocasiones ríe, es una fiesta, se viste con banderas multicolor y da la vuelta al mundo. Otras veces llora triste recordando a alguien que ya no está. A veces incluso grita, muy alto, y se manifiesta. Es capaz de acogerlo todo.
Hay heavys, hay pijos, hay modernos por doquier. Todas las tribus urbanas, esas que tanto gustan ahora, se reúnen sin pudor, sin complejos y sin odios en la Gran Vía. Incluso las meretrices, ahí están desde hace tanto tiempo que parece que venían de serie con la calle, y que le proporcionan un extra.
Es una calle mágica, porque existen pocos lugares que provoquen sentimientos por sí mismos, y Gran Vía es así. No deja indiferente a nadie, porque ella no es indiferente.
Ella alardea de sí misma y de sus contactos: actores, directores, cantantes, artistas, periodistas…teatros, cines, tiendas, cafeterías, restaurantes, perfumerías…tiene de todo. Y lo sabe. Y puede presumirlo. Alardea de generaciones enteras que la han disfrutado, alardea de cócteles con glamour en los años 50 tomados por damas de melenas onduladas, igual que alardea de carteristas que trabajan a destajo y que siempre se llevan algo.
Quizás esa sea una de sus claves: es antigua y es moderna, es glamourosa y es chabacana, es y no es. Quizás eso sea lo que provoca tantas sensaciones. Puedes ser la estrella más estrellosa de universo o la mariliendre más mari de todas, coleta en alto, carrito de la compra en mano. Y eres parte de la Gran Vía en cualquiera de los dos casos.
Para mí, el pulmón de Madrid nunca fue el Retiro.

domingo, 18 de abril de 2010

El colectivo

Ahora que no se puede volar por el pequeño volcancito que se ha vuelto loquito, hay que recurrir de nuevo al autobús. Al menos mucha gente tendrá que coger uno, y habrá muchos que incluso estén dentro de uno en este preciso momento. Yo creo que además de hacer un programa de televisión dantesco, el autobús en sí mismo daría para escribir un libro. Los que viajen en autobús de larga distancia me comprenderán.
Primero, ya en la estación (lugares horrorosos a los que ya me referí en otra ocasión), con tu billete en una mano y la maleta en la otra, esperas a que el conductor (que puede ser de dos tipos: o el más simpático de la clase o el permanentemente enfadado) te indique dónde puedes meter tu preciada maleta. Luego, el miedo. Miedo a dejar allí abandonada tu maleta, por tu cabeza pasan todos los objetos que llevas dentro de ella. Incluso calculas que con lo que suman tus vaqueros preferidos y un vestido que llevas por si sales, ya te pasas de lo que dan en caso de pérdida. Uf…cómo te dejo yo aquí, tirada entre otras, mi maletita linda.
Te armas de valor y la dejas allí. Pero la miras de reojo mientras te acercas a la puerta del autobús. Si has cogido el billete por Internet, tardarás más en subir. Eso de localizar el localizador en un folio es tarea que requiere tiempo. En fin. Subes al autobús, con el corazón en un puño, porque a ver quien te toca de compañerito de camino. Son demasiadas horas, tú llevas demasiadas cosas para entretenerte y lo que no te gustaría que te tocase al lado son demasiadas cosas: no a las señoras que te cuentan las carreras de sus hijos, no al que digamos, ocupa demasiado espacio, no a la que va pegada al móvil para contarle a su amiga “jo tía la que lié ayer”, no al friki de series que lleva el portátil y te querrá comentar el plano tan espectacular que acaba de ver, no al señor que lleva un tupper…uf…alguno de estos te va a tocar seguro.
Si has llegado antes que tu compañero, te sientas con cara de “no quiero que seas tú, ni tú, ni tú” a medida que ves pasar a la gente que sube al autobús. Si has llegado después, miras de arriba abajo a tu compi de aventuras durante las siguientes horas e intentas meterlo en alguno de esos grupos. No es ninguno de ellos, o eso parece.
Te colocas. Abrigo fuera. Ipod fuera, cascos puestos. El móvil a mano. La última revista sacada del bolso. El agua en el bolsillito red ese del asiento de delante por el que se cuela todo. Ay! Las gafas de sol, quizás hagan falta. Notas frío. Abrigo sobre las piernas. Cuántas cosas y qué poco espacio.
Te sitúas exactamente en el espacio que está diseñado para tu trasero. Y lo notas plano nada más salir de la estación. Pero resistirá, piensas, siempre lo hace.
Tu compañero no estaba en ninguno de esos grupos, dijimos. Pero de repente, nada más coger la autovía, das con la clave: era una de esas señoras que duermen desde el origen al destino, ronquiditos de vez en cuando incluídos. Ayhs. Mejor que duerma, piensas, pero te distrae.
Por varios motivos: por envidia. A ti también te gustaría dormir seis horas, pero no puedes. También piensas que quizás no fuera una de las de las carreras de sus hijos, y te podía comentar algo interesante ( en el fondo, saber que vas a ir seis horas callado te hacen convertirte en la del móvil). Esto te hace pensar que qué dirán de ti los demás cuando eres tú el compañero.
Y entonces te dedicas a la reflexión de la vida social y el que dirán y el que pensarán y la moda como elemento marcador de la personalidad….Tantas horas de autobús dan para mucho. Arreglas tu vida, la de todos los que te rodean por la carretera y todavía te queda tiempo para escuchar algo de música y leer un rato.
Y piensas que alguien te dijo alguna vez: Buen Viaje. O bien viaje, que dicen en Alicia.