lunes, 16 de noviembre de 2009

ESOS LUGARES GRISES

Odio los aeropuertos. Y también las estaciones de autobús. Y un poco las de tren, aunque las he pisado menos. No me gustan nada. Son sitios grises, porque están pintados de gris, porque tienen cemento por todas partes, porque hay latas en forma de avión y latas en forma de autobús. Y gente corriendo, para un lado, para otro, cargados, descargados, con ropa cómoda porque van a viajar o con traje y pañuelo porque son azafatas.
No era yo de esas personas que dicen que odian las despedidas. Pero no sé por qué nunca lo dije porque lo soy. Odio despedirme. Sobre todo cuando me despido una y otra vez y tengo la constante sensación de que me paso la vida despidiéndome. Eso es cosa del tiempo, culpa del tiempo, porque cuando uno se despide, significa que en otro momento no muy lejano fue recibido, y las bienvenidas sí son bonitas. Pero ahí entran los relojes, que funcionan dependiendo de lo que esté pasando. Si estás recibiendo una bienvenida, las manecillas del reloj gris del aeropuerto van corriendo corriendo. Sin embargo, si te despides van lentas, muy grises y muy lentas.
Y en esa lentitud entran los besos, los abrazos, los hasta prontos, los llámame cuando llegues, los no te preocupes que nos vemos enseguida…y todo es de verdad, pero la realidad es que te tienes que marchar.
Y entonces te vas, porque si te despiden es porque te tienes que ir. Y lo peor de todo es cuando llegas y no hay bienvenidas. Porque no hay recibimiento y porque “cuando vuelves no hay fiesta en la cocina, ni baile con orquesta…” y de las rosas con espinas mejor ni hablamos.
La vida nos descoloca continuamente. Me paro a pensar que no conozco a nadie que tenga a su lado, en su ciudad, o en la que vive, a todo el mundo que quisiera tener a cinco minutos. Y lo poco que valoramos cuando lo tenemos eso de llamar a alguien y poder quedar en media hora para tomar un café, una caña o una copa.
Lo único que me gusta de los aeropuertos y de las estaciones, y de viajar sentadita al lado de algún desconocido o de alguna señora desconocida es que me puedo imaginar sus vidas: sus bienvenidas y sus despedidas. Por ejemplo, la pareja de jóvenes de tienda Quechua que tenía delante en el avión esta tarde. Tenían una hija guapísima y rubísima que iba de rosa, seguro que era una niña cursi que le salió así a dos padres hippies. Eran estupendos. El padre babeaba por la niñita cursi y rosada. La madre no podía con las maletas. La niña, que no levantaba más de dos palmos del suelo, le ayudó. Creo que el padre era gallego y la madre de Madrid. Por eso hacían esa ruta de avión, porque acababan de ver a la familia paterna. Iban contentos y llenos de maletas, seguro que la abuela cargó de comida casera alguna de ellas.
También había un matrimonio de mediana edad. Nos subimos al bus ese gris que te lleva desde el avión hasta el aeropuerto (lo que me faltaba, una especie de fusión entre estación de buses y aeropuerto). Y entonces el marido se pone unas gafas de sol de cristal amarillo. Amarillo! Me acerco y compruebo que no es el reflejo, son amarillas! Y él se acerca a su mujer y le dice: “¿Cuántas personas crees que puede haber aquí?¿Cien?”- La mujer, seguramente pensando por qué tiene un marido de gafas amarillas lo mira indiferente y él se pone a calcular cuánto gana la compañía con toda aquella gente. Curioso señor amarillo.
Y entonces una señora casi poseída me grita que llevo la maleta abierta. Lo sé, lo sé…leo libros gordos e incómodos que no caben en la maleta, señora, pero voy atenta! O no..porque más bien iba pensando de dónde vendría y a quién iría a ver esa señora con medias fantasía llenas de rayas rojas y negras. Gracias entonces, señora. Aprieto el libro, cierro la cremallera con esmero. Maleta cerrada.
Y al cerrar la maleta vuelvo a pensar que maleta cerrada significa viaje preparado, y entonces recuerdo las despedidas, otra vez. Por un rato se me había olvidado porque iba pendiente de las historias de mi alrededor. Genial. He ganado la batalla, al menos a ratos, contra los aeropuertos y sitios grises varios: mirar a la gente de al lado e imaginarme sus vidas, a dónde van y de dónde vienen. Los italianos que se sentaban detrás seguro que eran unos Erasmus en Madrid que fueron a visitar Santiago porque encontraron un vuelo barato. Gritaban bastante.
Llego. No me espera nadie. No hay bienvenidas. Pues me meto en el metro, que creo que fue donde nació esa idea fantástica de las historias de los demás, porque en el metro noto muchas veces que los demás también se imaginan mi vida. Algún día, me levantaré en medio del vagón, y al poner de pie diré: Mi nombre es Adriana y odio los aeropuertos.

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